Interpretación constitucional (politicidad)

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Derecho constitucional
  • Los jueces, al interpretar, no son “el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes” (Montesquieu), que era tanto como afirmar que expresaban exactamente la voluntad del legislador. El intérprete no puede expresar esta voluntas legislatoris que no...

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    Los jueces, al interpretar, no son “el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes” (Montesquieu), que era tanto como afirmar que expresaban exactamente la voluntad del legislador. El intérprete no puede expresar esta voluntas legislatoris que no pudo prever como la realidad futura evolucionaría, sino que, constreñido por esos cambios y por las circunstancias en torno, ha de hallar, en el enunciado normativo, un sentido, una norma concreta que permita a la disposición seguir siendo eficaz. 

    En esta labor, el intérprete está poniendo de su parte; creando, no se limita a la mera subsunción. Es verdad que la literalidad del precepto y su finalidad le constriñen y no puede extraer de las palabras de la disposición un significado incompatible con ellas ni tampoco puede pervertir la finalidad de la disposición ni sacarla de su contexto normativo. Siguen jugando, pues, los elementos literal, lógico, teleológico y sistemático de la interpretación, pero a su lado y modulándolos aparecen los elementos evolutivo, político y axiológico. Entra en el campo de acción del intérprete la ponderación que el peso que cada elemento presentará en un caso dado, porque la interpretación, y con ella el uso de tal o cual elemento interpretativo, es una tarea singular, para un caso concreto. Todos ellos vendrán catalizados por la creatividad del intérprete que, en esos márgenes tan amplios, habrá, tópicamente, de encontrar la solución correcta. 

    El intérprete goza, pues, de libertad —creatividad— para inclinarse entre una u otra opción interpretativa —retrógrada o progresista—, por aquella que mejor se ajuste a la realidad del momento (elemento evolutivo), a las circunstancias políticas del presente (politicidad) y mejor despliegue los valores constitucionales (factor axiológico). Pero como se trata de una realidad política, el intérprete supremo de la Constitución está llamado colaborar en el proceso de integración del Estado (Smend), al que, en último término, ha de servir su labor hermenéutica. Es por ello por lo que ha de anticipar las consecuencias políticas de sus resoluciones para asegurarse de que su impacto no producirá un efecto desintegrador, ya que si lo que se pretende es que la norma extraída de un precepto constitucional regule efectivamente la realidad política sin perturbarla ni crear conflictos políticos evitables, el intérprete supremo ha de ser cuidadoso; es el ejemplo histórico del Tribunal Supremo de los Estados Unidos con su criterio de las cuestiones políticas para declinar pronunciarse acerca de asuntos que mejor tratarían el Ejecutivo o el Legislativo. Así evitaba convertirse, mediante un ejercicio de autocontrol, en actor político. Pero no siempre el Tribunal Supremo puede eludir pronunciamientos con repercusiones políticas —todos los suyos la tienen— y, por lo general, los máximos intérpretes carecen de un certiorari que les permita escoger los casos, así que ante la imposibilidad de evitar pronunciarse deben considerar las consecuencias políticas de sus resoluciones y escoger la solución interpretativa que, fruto de una argumentación cuidadosa, produzca la menor controversia política posible. Este proceder permite al máximo intérprete colaborar en el proceso de integración estatal. 

    La tesis de las political questions es en cierto modo falaz porque la Corte Suprema decide cuándo está ante una de ellas y debe declinar pronunciarse, y en esta decisión hay ya una opción política. Por lo demás, la materia con la que están hechas las disposiciones constitucionales es por esencia política; todo derecho constitucional es político, aunque no todo derecho político sea constitucional. Así que toda interpretación constitucional queda concernida por esa peculiar naturaleza que no es sino reflejo, en las disposiciones constitucionales, de la realidad política que vienen a regular. 

    Sin embargo, la necesaria compenetración entre normatividad política y normalidad, igualmente política, no puede implicar que el máximo intérprete se convierta en promotor de transformación social y política alguna, ni legitima una interpretación alternativa orientada ideológicamente por el intérprete, a quien corresponde la defensa de la Constitución mediante una interpretación que promueva su eficacia normativa. De la función transformadora de la realidad que las Constituciones contemporáneas suelen auspiciar no puede encargarse ningún intérprete, ni siquiera el intérprete supremo, sino el legislador democrático. Porque la especial apertura a posibles interpretaciones que presentan las disposiciones constitucionales favorece la libertad del intérprete supremo pero no le autoriza a cerrar opciones futuras para el legislador democrático que el constituyente haya dejado deliberadamente abiertas. Más bien se trata de hallar interpretaciones posibles y alternativas —fijando, eso sí, sus límites insoslayables— que, incluso, amplíen las posibilidades del legislador, dando cobertura a su legislación. En relación con la situación anterior se suscita el peligro opuesto: una interpretación constitucional tan abierta que acabe suponiendo una mutación de la Constitución. Son varias las formas por las cuales puede operarse una mutación a través de la interpretación, pero una de ellas es ampararse en el carácter polisémico de las disposiciones constitucionales para consagrar acciones legislativas a priori discutibles. En estos supuestos se consagra una nueva interpretación del precepto constitucional en la que encaje la nueva ley. El peligro radica en que la expansividad de la interpretación transforme radicalmente el orden jurídico y acabe defendiéndose la ley frente a la Constitución, y ésta deje de constituir y no decida nada, salvo un lábil y amplio marco donde con toda libertad se mueva el legislador.

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